Mirar los monitores
Cuando llega una urgencia al shockroom de pediatría, es fácil perder el foco. Muchas veces se recibe un llamado que avisa que llega un chico ahogado y uno empieza a preparar todo para los cuarenta minutos más largos del mundo. Ambú, oxígeno, drogas y monitores empiezan a formar fila como en el ejército, ordenados y taconeando. A lo lejos se empieza a escuchar una sirena que se acerca y que grita desesperada que ayuden a su niño que no respira. Entonces uno se pone los guantes, se cierra el guardapolvo y espera en la línea de entrada como el arquero que está esperando ese penal reventado. Otras tantas, el paciente entra de sopetón en brazos de un padre a los gritos que corre pidiendo ayuda hasta que te ve de ambo y guardapolvo y casi te lo tira encima para que le salves la vida así de fuerte como suena. Porque yo puedo intentar que vuelva a respirar, pero no puedo salvarle la vida a nadie.
Llegue como llegue el niño, gritando la sirena o el padre, uno lo pone en la camilla, lo enchufa a un monitor y deja de mirarlo o, mejor dicho, lo mira lo mínimo e indispensable. No es lo que dicen los cursos de emergencias, pero para el que no se dedica a esto, para el que no trabaja diariamente con el paciente crítico, lo mejor es olvidarse de que tiene acostado a un habitante del tercer grado del polimodal, borrar la palabra paciente y trabajar solo con la parte de crítico. Entonces es cuando uno empieza a mirar las líneas rojas, azules y amarillas, con números que van y vienen y pitidos que suenan avisando distintas cosas, pero que en ese momento se entremezclan para formar una sinfónica de urgencias, y baja los ojos solo para colocar bien la máscara del ambú y bolsear para darle el oxígeno que necesita sin reventarle nada.
Es mucho más fácil enfrentarse a una saturación de oxígeno que baja de a poco, titilando y sonando, que a unos labios azules y cada vez más fríos. Doscientos latidos por minuto tienen el mismo tratamiento vistos en el trazado electrocardiográfico de un monitor que oídos sobre la piel, a pocos centímetros de un corazón que palpita de arritmia y desesperación, pero yo, en cambio, no tengo el mismo tratamiento si veo que un impulso eléctrico se convierte en cero que si escucho cómo se ahoga de a poco un latido diminuto y preescolar. Entonces, como mecanismo de defensa, uno deja de mirar los ojos y los labios y las uñas con plastilina y empieza a mirar una pantalla negra con colores estrambóticos. Porque el cine conmueve, pero jamás más que el teatro. Porque hay algo en lo vivo de la carne y en el aliento que uno ve salir que te atrapa en su mortalidad y te recuerda que no hay escapatoria; que esa nena que tenés ahí, gris como si se estuviera convirtiendo en mármol, podría tener la cara de tu hija o de tu sobrina o de tu nieta, y el miedo cuelga la espada de Damocles sobre vos. Entonces decidís volver a mirar el monitor que pasa una trama de suspenso constante, pero sin rostro, y esperás el desenlace en forma de alarma para empezar a masajear y a intubar y a bolsear, para eventualmente dar una buena noticia. O no.
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