Me cago en Casciari
La verdad es que no lo conocía
hasta hace dos meses o, más bien, lo conocía de nombre, pero no había leído
nada de él. Lo que pasó fue que hace dos meses me dieron ganas de escuchar
cuentos mientras paseaba al perro, para variar un poco del tema de los podcast,
y busqué en Spotify mis opciones. Lo de los cuentos surgió porque, si bien
siempre se me dio por la escritura, hace más de un año me lo sugirió mi
psicólogo como ejercicio para superar las crisis existenciales. Ahí volví a
escribir, me metí en un par de los mundiales de escritura de Llach, hice un
taller que me vendió él, porque para eso son esos mundiales en realidad, y me
armé una carpeta con los textos que iba escribiendo. Como es bien sabido, la
lectura y la escritura son dos caras de la misma moneda, así que empezar a escribir
trajo de la mano el consumir toda la literatura que pudiera como había hecho de
adolescente. A eso se le puede sumar que tengo una personalidad con tendencia a
la adicción y que este gordo es un hijo de puta.
«Messi es un perro», ese me
sonaba. Lo puse y me gustó. Lindo, ameno, entretenido. No miro fútbol, pero
tengo conocimientos básicos suficientes como para disfrutar cuentos como los de Sacheri o los de Fontanarrosa. Cuando terminó, empezó “La edad de
los países” y ese me gustó más. Tiré un par de risotadas entre las tetitas de
Venezuela y la comparación hermosamente irreverente de Estados Unidos con un adolescente
retrasado mental. Hice primaria y secundaria en un colegio solo de varones y me
quedó instalado un humor básico, de esos que activan risas cuando alguien grita
«pija» al aire sin ningún tipo de contexto. Tenía la esperanza de que se me
desinstalara cuando necesitara espacio para guardar los datos de la facultad,
pero no pasó, lo que me olvidé fueron los números de teléfono de los compañeros
de primaria, que mucho no me molestó porque los tenía guardados al pedo. Después
siguieron sonando un par de cuentos más sobre fútbol mechados con anécdotas como
la de cuando le dieron a elegir entre hacer rugby o tomar la comunión o relatos
como «Morite, ídolo» en donde discrepo solo con la muerte de Tarantino, pero
porque amo «Bastardos sin gloria». En un
paseo y medio me clavé los cuarenta relatos, porque al perro lo tengo sacar
como mínimo una hora y pico por día para que no me destruya la casa, pero había
otro audiolibro y también lo puse. «Hemisferio derecho» me gustó más todavía
porque no habla tanto de fútbol y me hizo sentir que éramos amigos cuando
empezó a contar que su mayor miedo era que la gente se diera cuenta de que es
mogólico porque el mío es el mismo. Terminé el segundo audiolibro y vi que
había otros dos más. Uno de cien cuentos y otro de ciento veinticinco que, por
supuesto, también empecé a escuchar.
Los escuchaba para pasear al
perro, para cocinar, cuando me bañaba, incluso cuando nos sentábamos a cenar y
mirar una película con mi mujer, yo me ponía uno de los auriculares en el oído
que ella no veía y no le daba más bola a nada. El asunto fue cuando se dio
cuenta. Mientras en la tele pasaba alguna boludez protagonizada por dos actores
de Hollywood que ganan más en una hora que yo en seis meses como médico, ella
me contaba que ese día, a su paciente favorita, una nena de nueve años derivada
de Chaco, se la había llevado un cáncer violento contra el que estaba peleando
desde hacía dos años. Yo mientras tanto estaba tan compenetrado con la historia
del gordo y el amigo en su primera experiencia como habitantes porteños, que no
noté que me hablaba. En mi cabeza eran las cuatro de la mañana, Casciari se
amputaba un dedo con una ventana y el amigo vomitaba y se desmayaba de la
impresión. Yo los miraba desde una esquina y tuve la puntería de que la carcajada
me saliera justo cuando a mi mujer se le caía la primera lágrima. «¿De qué te
reís, pelotudo?» me gritó desde el alma. Me tomó completamente por sorpresa, le
dije por acto reflejo que de la película, pero no entendía nada y cuando miré el
televisor estaba el protagonista ensangrentado y ella, sin sangre visible, pero
todavía más roja que él. Se armó la podrida cuando me vio el auricular. Pasaron
dos horas de gritos hasta que le pude explicar que era un adicto, que no podía
dejar de escuchar cuentos de un bloguero o blogger, que le gusta más. No me
dejó, pero no me dijo una palabra en toda la semana.
Decidí que tenía que cambiar, que
tenía que controlar esa adicción, y, como si fuera a propósito, justo cuando
empezaba mi rehabilitación, Casciari puso sus libros al cincuenta porciento de
descuento mientras Racing se mantuviera como único puntero. Pero la puta madre,
gordo, me compré seis y me los comí en dos semanas. Y me tengo que ir a comprar
los que me quedan, pero tengo que esperar a cobrar o empeñar al perro.
Finalmente resultó que el
problema real no era leer o escuchar cuentos, era escribir, porque mientras más
leía, más escribía. Mientras más consumía, más producía. Tenía diagramada una
novela que había empezado a escribir despacito, casi con vergüenza, porque un
cuento vaya y pase, cualquiera con una veta literaria que esté atravesando alguna
crisis existencial puede escribir algo para canalizar el quilombo y evitar los
ataques de pánico, pero las novelas estaban reservadas para los escritores de
verdad y me resultaba una falta de respeto hacer lo mismo que Cortázar, que Benedetti
o que Bioy Casares aunque lo hiciera en secreto y en la intimidad de mi
escritorio. Pero ya no me podía contener. Era un cocainómano en una fábrica de
merca. Cada segundo que tenía en casa lo usaba para escribir, reactivé mi
antiguo blog y empecé a subir textos. Estudiar me resultaba tedioso, los cursos
de actualización me importaban un bledo y pateaba la maestría de neurología
pediátrica porque lo único que pensaba en las clases era escribir un cuento
sobre un pibe epiléptico alérgico a los anticonvulsivantes.
A la par de todo esto, yo le
decía a mi psicólogo que la medicina me había hinchado los huevos, que no sabía
si era para mí, que me pasé catorce años estudiando al pedo, y él me decía que
por qué no probaba escribir, que si me gustaba por qué no podía ser escritor,
que por qué lo pensaba tan inalcanzable. Y entonces, lo ví. «Orsai. Un blog se
puede convertir en cualquier cosa» decía el cartel de entrada de la nueva sede
de la comunidad de Casciari sobre la calle Serrano. Hermosa, imponente, con arte desbordando por donde se la mire. Y pensé «Si él empezó con
un blog, ¿por qué no puedo hacer yo lo mismo?» y ahí se me instaló la esperanza. De
nuevo, la puta madre, gordo.
Para ser justos, no solo me cago
en Casciari y en Orsai, también me cago en Racing y en mi psicólogo. Si yo estaba
bien tapando inconformidades con un buen sueldo y aceptando los mandatos
sociales de estudiar una carrera típica, con prestigio y estabilidad laboral,
solo a expensas de mi salud física y mental ¿cuál era la necesidad de hacerme
creer que era posible hacer otra cosa, que podía escribir una novela y que, además
de todo, pudiera ser buena? ¿Cuál era la necesidad de instalarme la esperanza
de cumplir el deseo? Yo te pago para dejar de sentir esa angustia existencial,
Roberto, no para que me empujes a ser mejor y toda esa mierda. Ahora estoy acá,
lleno de ansiedad, sin ganas de trabajar y con ganas de escribir sobre
cualquier cosa que se me cruce. Y, sobre todo, con miedo. Porque tener
esperanza de que pase algo, es tener también el miedo constante de que no pase.
Y, otra vez, acá estoy, escribiendo,
con la esperanza de ser como esos escritores que admiro, pero muerto de miedo de hablar y que a la gente no le guste, o peor,
que descubran que soy un mogólico.
No sé si esta historia tiene moraleja. A lo mejor sería algo así como "más vale trabajo en mano que sueños volando", pero lo que sí tiene es un consejo; no
hagan terapia. Ni lean cuentos de Casciari.
Comentarios
No sabemos si leerás este comentario, pero en fin.
Si realmente eras vos, tras el barbijo y el estetoscopio con escudos de superhéroes, hace dos semanas atendiste a nuestros hijos en la Guardia del Mater, y con mi pareja quedamos chochos con tu dulzura y amorosidad (?) para con ellos. Tanto, que te buscamos para que seas su pediatra en los consultorios externos del Mater. El asunto fue que no te encontramos! No sabemos si atendés ahi, o si tenés otro consultorio o clínica, o quizá sólo estés en las guardias. En cualquiera de los casos nos gustaría contactarte para sacar turno, pero a la vez viendo que encontraste tu vocación real como escritor, próximo a sacar un best seller, quizá mejor nos recomendás a alguien para atender a los chicos!! jaja
Gracias por tu sensibilidad con las infancias!
Abrazo
marinacurtarelli@gmail.com