El paseo de Eón

 Desde hace un tiempo veníamos hablando con mi novia sobre adoptar un perro. Entre los argumentos en contra estaba el trabajo que implica, el gasto económico, el tener que adaptarse a sus necesidades y sus tiempos y lo difícil que es encontrar quien lo cuide cuando uno sale de vacaciones. A favor teníamos el amor que dan, lo compañeros que son y una buena oportunidad para dar un paso más en la relación. La batalla fue dura, pero ayer finalmente adoptamos un cachorro y le elegimos un nombre griego, se llama Eón. Es inquieto y energético, y su pelo completamente negro lo haría parecer una sombra si no fuera por el blanco de los ojos. 

Por ser su primera noche en el departamento, lo dejamos dormir con nosotros, pero como el único aire acondicionado del dos ambientes está en el living, dormimos con la puerta abierta. Error. Hoy estaba todo sucio, hizo pis sobre una alfombra, el sillón estaba lleno de pelos con uno de los almohadones masticado en un extremo y, como frutilla del postre, sacó tres o cuatro libros del estante inferior de la biblioteca y los transformó en rompecabezas con piezas a juntar por todo el ambiente. Es mi primera experiencia cuidando a un ser vivo con la capacidad de romper cosas. No sabía si retarlo, tenerle paciencia o venderlo. Pegarle, sabía que no, pero sacando eso, estaba perdido. Mi novia se levantó, miró el desastre en silencio, mi cara de desconcierto y con una mueca indulgente y media sonrisa se limitó a decir «Pobrecito, necesita descargar energía». 

Tomé medio café con leche mientras barría papeles y mi novia trataba de salvar la alfombra. Eón corría desenfrenado y cada tanto saltaba pegándome con dos patas en la rodilla para luego seguir corriendo. Lo de descargar energía era evidente así que busqué la correa, se la puse luchando contra su desesperación y llamamos el ascensor. Me ajusté los cordones de las zapatillas mientras Eón le ladraba a cuanta cosa nueva veía y, cuando llegó el ascensor, me costó subirlo del pánico que le tenía. Como era de esperar, ladró los seis pisos de bajada. 

En el hall de entrada estaba el encargado del edificio que nos saludó con un «buen día» a secas mientras repasaba una baranda de bronce. Eón lo saludó con uno de sus empujones, pero el hombre lo miró de reojo, chasqueó la lengua y siguió concentrado en su baranda. Bajando los escalones de la entrada, bautizó el segundo con su orina mientras yo lo sacaba tirando cuanto podía de la correa. Como el encargado seguía concentrado, huimos antes de que lo viera.  

Empezaba a soplar un poco de viento así que fuimos por la vereda del sol hacia el parque. Eón se abalanzaba de cabeza contra cada árbol para olerlo y marcarlo. Tuve que luchar para que caminara en línea recta, aunque fuera una cuadra, pero se distraía fácil con los montones de hojas secas acumulados por la calle e intentaba marcarlos incluso más que a los árboles. 

Nos cruzamos con un perro, al que podríamos decirle más mortadela que salchicha, balanceándose entre pata y pata al caminar. Las orejas le rebotaban en cada paso. El perro se acercó a oler a Eón y él también lo olió, pero una vez hechos los reconocimientos, cada uno siguió su camino.  

Empezaba a refrescar así que acorté la correa, tensé mi brazo y tiré de la correa a paso vivo con Eón siguiéndome sin mucha opción. Cada tanto luchaba por detenerse a oler alguna pared sin éxito. En la esquina, el semáforo nos obligó a parar y Eón aprovechó otra vez para tirarse de cabeza a un cantero próximo. Distraído con el frío, no reparé en que el perro masticaba algo. Cuando lo noté, agarré su hocico con ambas manos para abrirlo mientras él se apresuraba a masticar y, clavando pulgar e índice en la quijada, pude abrírselo levemente e introducir mi otra mano. Saqué unos huesos de pollo partidos y empecé a barrer toda su boca con el índice buscando algún otro restante. Inmediatamente, Eón empezó a toser sin parar y hacer ruidos guturales. Clavó su mirada en el piso sin dejar de toser y tener arcadas. Yo buscaba desesperado una veterinaria a la vista. Para colmo, había salido sin celular “para que nada me molestara”. «Me cago en Murphy» pensé mientras miraba en todas direcciones, pero antes de que cualquiera de los dos se desmayara, con una tos rasposa escupió un pedazo de hueso de pollo sobre mi zapatilla, se relamió y comenzó a mover su cola mirándome. «Gracias a Dios» dije desde mi más profundo agnosticismo, y seguimos caminando. 

El cielo se había nublado y amenazaba lluvia así que volví a acortar la correa y a apretar el paso. Eón acompañaba mordiendo mi mano cada tanto, no sé si jugando o para apurarnos aún más. Del otro lado de la avenida, un paseador con una manada de diez o doce perros entraba al parque por la reja de la esquina y Eón salió corriendo tras ellos. Me agarró desprevenido y apreté tarde la mano, la correa ya estaba en el aire, colgando de mi perro que cruzaba la avenida a toda velocidad con los autos esquivándolo y tocándole bocina. Lo único que atiné a hacer fue a dar un grito ahogado y agarrarme la cabeza con ambas manos. Cuando cortó el semáforo, crucé corriendo. Una mujer que pasaba lo tenía agarrado por la correa y lo acariciaba para calmarlo; él temblaba casi tanto como yo. Primero lo abracé, y después hice todo lo que pude para evitar gritarle lo que se me pasaba por la cabeza. Sólo le dije «¿qué haces?» y le pegué en las ancas con la palma abierta. Él me miraba con los ojos grandes, las orejas caídas y la cola entre las patas de donde no había salido desde que había tocado la vereda. Ambos nos mirábamos mientras la lluvia comenzaba a caer, le agradecí a la mujer y fuimos a refugiarnos bajo el toldo de una zapatería cerrada. Nos quedamos sentados un rato en el escalón de entrada del local. Lamenté haber dejado de fumar, o por lo menos no tener un solo cigarrillo para ese momento. Eón apoyaba su hocico en mi hombro y cada tanto lamía mi cara despacio. «Ya está, estás perdonado, vamos al parque» le dije y se paró de un salto.  

Una vez adentro, solté su correa del collar. Él exploraba meticulosamente arbusto tras arbusto, marcando algunos y dejando pasar otros. Jugó brevemente con un bóxer cachorro, pero se hartó rápido y volvió a sus tareas de reconocimiento de terreno. Mordió un palo, espantó unas palomas con unos ladridos fuertes y estaba por marcar un nuevo árbol cuando un macho, cruza entre un labrador y algún mestizo, enterró la nariz en su rabo. Eón le saltó automáticamente al cuello como advertencia y el perro se defendió. En cuestión de segundos eran un remolino de dientes y ladridos. Yo gritaba «¡quieto!» mientras corría hacia ellos cuando escuché gritos detrás de mí. Cuando alcancé a Eón, los perros ya habían tomado distancia. Un hombre de mediana edad y barba candado enteramente canosa agarró al otro perro. Buscaba heridas en mi mascota cuando escuché a este hombre gritarme «¡Si es agresivo y no sabés controlarlo, hay que dormirlo!». Entendí a mi perro porque ahora era yo el que quería saltarle al cuello al viejo estúpido. Intenté serenarme. «Son perros, estas cosas pasan» le dije y le pregunté si su perro se había lastimado. «Tomatelá» me dijo y estallé. Discutimos a los gritos con toda la plaza mirándonos, nos insultamos unas cuántas veces y, de no ser por nuestros perros, no sé qué hubiera pasado. Tanto su perro como el mío, tiraban de las correas en dirección contraria para continuar con sus respectivos paseos. Eón ya estaba concentrado en sus nuevas marcaciones y eso me hizo ignorar los gritos del hombre que todavía me insultaba mientras se alejaba. Entre la discusión y el sol abrasador, yo transpiraba como nunca así que fuimos a buscar algo de sombra.  

Fuimos hasta un bebedero, Eón se puso en dos patas y bebía lentamente del chorro de agua que salía mientras yo mantenía presionado el botón. Cuando comenzó la llovizna, se bajó y empezó a buscar refugio para evitar mojarse como siempre. 

Atravesamos el parque sin respetar los senderos y siguiendo los caprichos de mi perro. Traté de apurarlo cuando comenzó el frío, pero no me prestó mucha atención. Terco como siempre, ahora estaba obsesionado con las raíces de un ficus. Recién cuando decidió que no valía la pena ser marcado pudimos salir del parque y emprender el regreso a casa.  

Íbamos por la vereda de la sombra, despacio, al ritmo de la renguera de Eón. Cada tanto parábamos para que oliera algún pimpollo, recobrara algo de energía, o para que las vecinas del barrio le elogiaran las canas del hocico a lo Richard Gere. 

Se cayó una o dos veces ya en la cuadra de nuestro edificio y, al subir las escaleras de entrada, tuve que ayudarlo un poco con sus patas traseras. Se le escapó un poco de pis en el segundo escalón y, como nadie veía, huimos rápidamente. Ya casi anochecía y un viento fuerte agitaba las copas de los árboles con violencia.  

Llamamos el ascensor, subimos a casa, prendí la luz y él se fue derecho a su cucha. Agarré el control remoto del aire acondicionado y, antes de hacerme algo de comer, lo prendí para que durmiera fresquito. 

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