El teorema de Pitágoras

Desde que tengo más o menos 4 o 5 años, mi viejo me preguntaba cada vez que volvía del jardín si ya había aprendido el teorema de Pitágoras. Yo le decía que no, que había aprendido a pintar con un pincel o a ponerme la campera solo o a hacer alguna de esas cosas que son un logro a los cuatro o a los ochenta, pero que todavía no había aprendido el teorema de Pitágoras. Entonces él me lo repetía, «La hipotenusa es igual a la raíz cuadrada de la suma de los catetos al cuadrado». Yo, lógicamente, lo repetía de a partes después que él y eventualmente me lo aprendí, o por lo menos aprendí a repetirlo. Cuando volvía del jardín, me sacaba el pintorcito y él me preguntaba si ya había aprendido el teorema de Pitágoras y yo ahora le contestaba en un canto perfecto, de entonaciones idénticas cada vez que salía, lo que era la hipotenusa, me lo festejaba y a mi me llenaba de orgullo. Recuerdo dos cosas del teorema de Pitágoras en esa época. Primero, que no tenía idea de lo que significaban la mayoría de las palabras que repetía (empezando por el título), la segunda es el significado que les daba o más bien lo que me imaginaba que serían. Recuerdo que los catetos eran soldados de cascos verdes, bien de película, que marchaban como se supone tienen que hacer los soldados. Venían en grupo que se iban sumando, porque a los cuatro años, uno puede sumar números, manzanas o soldados imaginarios, y no recuerdo para dónde marchaban, pero calculo que irían a ayudar a la hipotenusa, que para mí era una mujer de blanco, como una santa que espera inaccesible del otro lado de la función a que descubran el acertijo y puedan ir a rescatarla. La raíz cuadrada era más fácil de imaginar; eran raíces, cuadradísimas por supuesto, de un árbol gigante cuyo tronco y cuya copa no aparecían en ningún lado de la escena (así de gigante era) y los soldados tenían que levantar las rodillas bien alto para pasarle por encima a esas raíces que se extendían por todo el camino. Podría inventar algo sobre Pitágoras, pero no recuerdo imaginar algo sobre él. De hecho, tengo la sensación de que, para mí, «teorema de Pitágoras» fuera una sola cosa, un solo conjunto, como si alguien le hubiera querido poner de nombre un trabalenguas compuesto a esa escena cinematográfica botánico-militar.  

Recuerdo también la primera vez que vi la fórmula en el colegio. Romero era el profesor, o ese era su apellido por lo menos. El nombre no lo recuerdo porque solíamos llamar a los docentes por su apellido; yo iba a un colegio de curas que ya no era de curas, pero que se había quedado con la fama y algunas costumbres poco productivas. En fin, cuando Romero mencionó al teorema de Pitágoras, se me infló el pecho sentado en mi banco de una pieza y tomé aire para enfrentar el momento por el que me había preparado durante toda la vida. Preguntó, por supuesto que de forma retórica, si alguien sabía lo que era la hipotenusa y yo levanté la mano. En mi vida había participado en clase. No porque no supiera, pero es que me daba muchísima vergüenza, tanto que, de hecho, yo era el que le susurraba la respuesta al compañero de banco y me quedaba satisfecho con el logro a medias. Sin embargo, esa pregunta estaba hecha para mí y yo estaba hecho para la respuesta. Así que, de nuevo, levanté la mano y cuando me cedió la palabra con cara de sorprendido, le dije que la hipotenusa era la raíza cuadrada de la suma de los catetos al cuadrado. «Bien, Menéndez, impecable» me dijo «¿y para qué sirve?» y ahí me cagó el hijo de puta. No fue una trampa por arrogante; me vio habilitado, con el arquero tirado en el piso y me quiso hacer la gauchada de meter un pase para que yo nada más arrimara la pelota al gol y quedara como un campeón, pero fue ahí que me di cuenta no solo que la hipotenusa no era una dama de vestido blanco esperando a ser rescatada, sino que jamás me había preguntado qué o quién carajo era. También me di cuenta que los catetos no eran soldados, pero que tampoco sabía lo que eran y sí sabía lo que era la raíz cuadrada, pero me pareció medio estúpido adjudicarme ese acierto. Ahí puteé, no voy a decir que no, un poquito a Pitágoras, un poquito a Romero y un poquito a mi viejo. El pobre no tenía nada que ver, pero cuando uno es adolescente y puede meter a sus viejos en alguna puteada, los mete.

«La verdad, no sé» contesté mientras el línea levantaba la bandera de offside y me hundí todo lo que pude en el banco con el aula estallada de risa a excepción de romero que me miraba con cara de desaprobación.

Y como la vida es cruel y nos escribe el guion para cagarse de risa cuando filma, esa noche, mi viejo volvió a la carga con su chiste de cabecera y me preguntó si ya había aprendido el teorema de Pitágoras. Le contesté que no, «¿Y qué aprendieron?» me preguntó.

«A no repetir boludeces»

Comentarios

Pablo ha dicho que…
Brillante Lea!

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