Tratado de una mente libre

“¿Hasta cuando vamos a seguir creyendo que la felicidad no es más que uno de los juegos de la ilusión?”
Julio Cortázar (1914-1984)
Escritor argentino
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Que hermosa mañana elegí para pasear aquel día. Intentaría describírselas pero dudo hallar las palabras para representar como me hizo sentir en aquel momento ese cielo azul intenso sin una sola impureza de blanco algodón. Incluso Febo estaba alegre puesto que su brillo era de una inusual intensidad. Pienso que las palabras son solo meras aproximaciones de los sentimientos y es casi imposible de encontrar la definición perfecta de uno de estos. Claro que muchas veces vale la pena intentar expresar estos sentimientos pero creo que esta vez optaré por conservar el mío aunque pase por egoísta, tal fue la alegría que inyecto en mí ese día.
Tan refrescante era la mañana que incluso me pareció oír a los pájaros insinuarme dar ese paseo. Preferí no prestar atención a la idea de una locura momentánea y hacerle caso a los gorriones de mi ventana. Camine algunas cuadras hasta la plaza de los dos congresos y cruzándola de puerta a puerta arremetí contra la Av. de Mayo. Era un domingo así que no había gente por la cual preocuparse, esa gente que con su ritmo de oficina hacen correr a uno como si estuviera en una maratón solo para evitar ser pisoteado por la multitud. Ya no estoy para andar corriendo por las calles, ya no soy un cadete de guerra. Sólo una decena de cuadras me separaban de la mansión rosa. Nunca entendí por qué ese color, o quizás sí pero ya no; me recuerda a unos escarpines tejidos para una niña...casi como si me hubiera gustado tener una de esas.
Por la altura de Salta una anciana me preguntó si tenía hora y como todo un caballero asentí. Me enorgullezco de nunca salir a la calle sin mi preciado reloj de pulsera, me lo regalaron mis padres para mi mayoría de edad porque me había enfadado con la sanción de Sáenz Peña, algún día tendré que darle cuerda otra vez pero me da mucha pena, no quiero gastarlo con mis dedos.
Qué hermosa mañana, los pájaros seguían cantando como nunca. Entonaban un soneto que me era muy familiar, de mi juventud quizás..
En mi camino saludé a un oficial. Qué fuertes y fornidos se los ve con sus chalecos y sus gorros.
La avenida lucía mucho más hermosa sin tanto ruido, gente o tráfico y esto facilitaba la apreciación de tan espléndida y patria calle. En mi juventud me era difícil entender el sentimiento nacionalista pero he visto tanto, he vivido tanto que ahora me es de lo más habitual sentir en mis venas ese calor de inmaculado orgullo al ver pasar frente a mis ojos mi patria amada.
Una repentina excitación me gobernó por un instante, unos nervios injustificados afloraron en mí como lo hacen en un adolescente que ve pasar a su amor. Por un instante me había parecido ver a mi esposa, a mi esposa de joven. Eran tan similares la extraña y mi Mabel que me sorprendió. Su caminar, su risa, sus cabellos y facciones e incluso un extraño brillo en sus ojos que siempre me resulto atractivo de ella. Todavía más sorprendente se me hacía por haberle visto con un vestido rojo similar a uno que una vez yo mismo le había regalado. Qué extraños son los recuerdos, lo asaltan a uno por sorpresa, en cuestión de segundos una ola de sentimientos causa estragos en nuestras almas y nos dejan con deseos de una repetición tratando forzadamente de imitar aquel destello de vivencias que momentos atrás irrumpió en nosotros.
Entre mis delirios filosóficos debo haber perdido el rastro de aquella mujer tan similar a mi amor, quizás dobló en alguna de las transversales porque no la volví a ver.
Pensando aún en Mabel retomé mi camino a “La Rosada”. Aminoré mi marcha por alguna extraña razón y por casualidad vi en la vidriera de una pinacoteca un vino que había estado buscando desde hacía años.
Siempre fui amante de los vinos, me hacían recordar a mi infancia. Mi padre solía tener una gran colección en la estancia.
Repentinamente me vi envuelto por un fuerte viento que levantaba mi corbata y la azotaban contra mi cara haciendo ver a este viejo incluso más ridículo de lo que ya era.
Entre tantas de sus jugarretas el viento arrebató de las manos de un pequeño niño su precioso globo azul.
Siempre adoré los globos, era un gusto un tanto más infantil que el de los vinos pero son esos gustos los que nos mantienen jóvenes. Recordé mis tiempos de héroe de guerra y lo ágil que solía ser en mis años dorados y ,mientras veía aquel globo esquivar obstáculos para él mortales y escapar por sobre los adoquines de mi ciudad, mis memorias me obligaron a continuar como héroe así que corrí en busca de aquel globo. Era precioso en verdad, muchas cosas, al igual que la gente, aunque comunes, portan un atractivo misterioso, lo que debía ser antagónico a la imagen de un viejo patético corriendo detrás de un globo que di en ese momento.
A pesar de mis años, mis articulaciones, huesos, músculos y demás atrofias legré mi objetivo, el globo estuvo en mis manos tras la persecución y pude así apreciar mejor su cautivadora belleza. Era una lástima que no estuviera inflado con gas, eran tan simpáticos los globos siempre dispuestos a alcanzar el firmamento. Esos pequeños ojos llegaron a mi, tristes. Ya me había olvidado de la mirada de un niño angustiado.
En el trayecto de euforia, que por cierto de tanta vida me llenó, averié mi calzado. El agua suele hacer estragos con las pieles si es aplicada de tal desprolija forma, claro, pero las había traído en unos de mis tan frecuentes viajes a Italia, confiaba en la buena calidad de mis pantuflas.
La carrera contra mi azul prófugo me había dejado exhausto, los viejos estamos para contar historias, no para correr así que saqué el pañuelo de mi bolsillo para secarme un poco y disimular mi fatiga. Estaba un tanto mojado pero no era cosa de importancia. El agotamiento se hacía notar pero el desmedido buen humor de aquella hermosa mañana me ubicaba nuevamente en rumbo...era una lástima que se me hubiera pinchado el globo por descuidado.
Recordé cruzando la 9 de julio que se aproximaba nuestro aniversario con Mabel, aquella nefasta fecha que robaba la luz al sol. Ya hacía 7 años que mi dulce Mabel no estaba a mi lado, 7 largos años que una lágrima pendía de mis ojo, 7 largos y malditos años que no me sentaba en mi sillón de cuero bordó situado a la derecha de la chimenea del living y todo gracias a la locura de la gente que conduce sin pensar en nadie más que en sí y su coche. En ese momento un joven interrumpió mis pensamientos pidiéndome una moneda, le pedí me dispensase porque no llevaba bolsillos y le prometía darle en nuestro próximo encuentro. Como olvide lo que ocupaba mi cabeza antes de la petición del joven, seguí caminando mientras pensaba en nada en particular y me reía solo divagando sin rumbo.
Sin más que hacer que observar a la gente y los objetos a mi alrededor noté a una pobre señora que evidentemente deliraba pensando que podría ganarse el pan vendiendo paraguas ese día pero lo que más pena me dio fue que me pareció muy probable que estuviera delirando porque no solo los vendía sino que también sostenía uno sobre su cabeza. Siempre fui muy empático y eso me ha traído muchos disgustos pero también muchas satisfacciones. La gente en ese estado es algo que no puedo soportar, la angustia oprime mi pecho con tan solo pensar en lo que sería su vida en uno de esos llamados “loqueros”, me ha comentado un compañero que son de lo peor.
Cerca de la calle Piedras mi corazón volvió a acelerarse.. Vi pasar ante mis ojos por segunda vez a aquella imagen jovial de mi Mabel con vestido rojo y la seguí, debía asegurarme, necesitaba ver su rostro. Y por si la similitud fuera poca, se dirigía a la Plaza de Mayo, aquél lugar en donde por primera vez nos encontramos y en donde también le propuse matrimonio. Esos instantes me olvide de mi previa fatiga y puse a andar mi cuerpo lo más rápido posible, el cadete se apoderó de mí y corría a romper como una ola en los brazos de su enamorada. En la calle Chacabuco pensé que nunca llegaría y que mi destino sería la morgue porque puede que no tenga estudios pero soy lo suficientemente coherente como para entender que a mi edad no se puede hacer tal ejercicio sin sufrir las consecuencias. Sin embargo, no me importó, necesitaba verla, necesitaba ver a mi Mabel. En esa plaza había sido el encuentro por lo tanto sería lógico que fuera en reencuentro. Ella estaba demasiado lejos como para que un viejo la alcanzara pero eso no me preocupaba, sabía exactamente a donde ir, sabía que me esperaría en aquel banco que fue testigo de nuestros mejores momentos. Cuando llegué a la plaza, tal como me había imaginado, no la veía por ningún lado pero me dirigí al banco. Allí no había nadie más que dos hombres vestidos de blanco a los que me decidí a preguntarle si habían visto a una bella mujer de cabellos largos con un vestido rojo, parecieron no escucharme puesto que su contestación fue “Venga Don Julio, abríguese que lo único que le faltaría sería enfermarse con este tiempo. Vamos de vuelta al hogar”.

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