Herencia

 Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono. 

 

— ¿Hola? 

— Se murió. 

— Me estás jodiendo.  

— No, boludo. Se murió. Te veo allá. 

— Pero la puta madre. Dale, ahí salgo. 

 

Edgardo estacionó a tres cuadras del hospital y empezó a caminar mientras puteaba a todo el barrio de Almagro. Cuando llegó, subió directo al segundo piso en donde ya lo esperaba Raúl. 

 

— ¿Y? 

— Están con los papeles, no sé. Dicen que en un rato salen a hablar. 

— ¿Qué le pasó? 

— No sé, me llamó una con voz de pendeja y no le di mucha bola. Algo del corazón, pero no sé. 

— Qué puntería. Ya había armado todo y hasta tenía el escribano para mañana. 

¿Y no hay forma de sacarla de la sucesión? 

Y…no. 

— Qué hija de puta. 

 

Fueron hasta una máquina de café al final del pasillo y marcaron dos cortados con gusto a nada. Raúl puteaba, Edgardo revolvía el café en silencio y asentía cada tanto con la cabeza. 

Del ascensor salió una mujer extremadamente flaca, de unos 50 años. Estaba bien vestida con un pantalón amplio negro y una blusa blanca evidentemente nueva. Llevaba lentes negros, el pelo débil y escaso atado en un rodete y podía sentirse el olor a cigarrillo desde el otro extremo de la recepción. Se dirigió al mostrador, preguntó algo y se fue a una ventana alejada a la cual se asomó para prender un cigarrillo que apagó después de dos pitadas para atender el celular.  

 

— ¿Nos vió? – preguntó Raúl  

— ¿Vós qué decis? – le contestó Edgardo sin esperar respuesta 

— Qué yegua que es   

— ¿Le avisaste vos? – preguntó Edgardo esta vez 

— No, pero tenían su teléfono también. 

 

Edgardo chasqueó la lengua sin despegar los ojos de la mujer. Tras unos segundos, se volvió hacia Raúl. 

 

— ¿Cómo están los chicos? 

— Bien, los pibes están siempre bien. Ellos no tienen quilombos ¿viste? 

— Ni les duele el ciático por un partido de morondanga. 

— Ni les duele el ciático, tal cual – repitió Raúl y echaron los dos a reir. 

 

— Familiares de Perez Aquino llamó un joven de barba rala desde el inicio del pasillo que llevaba a las salas de internación.  

 

Edgardo, Raúl y la mujer con olor a cigarrillo se acercaron. Ella los miró sin sacarse los lentes y volvió la cabeza hacia el médico que los miraba nervioso. 

 

¿Ustedes son familiares de Esther Pérez Aquino? 

— Por algo nos acercamos, ¿no? – contestó la mujer – ¿Vos sos médico o practicante, querido? 

— Médico, señora. Era para avisarles que tienen que pasar por la oficina de admisión y egresos. Ahí van a firmar unos papeles y les van a decir cómo seguir con la cochería. ¿Usted es la señora Mirna? 

 — ¿Tengo cara de Mirna? – dijo e inmediatamente comenzó a revisar la cartera. Encontró el paquete de cigarrillos que buscaba y se fue a la ventana nuevamente. 

 

— ¿Y Mirna qué tiene que ver? – dijo Raúl 

— Qué se yo, vos viste cómo era. – le contestó Edgardo revisando su billetera 

 

Se fueron a sentar a una fila de bancos colocados contra una pared. Desde ahí veían cómo un guardia de seguridad se acercaba a la mujer del cigarrillo. Ella comenzó a elevar la voz y a decir algo de la cuota. Sacó la última bocanada de humo y apagó violentamente el cigarrillo contra la parte externa de la pared bajo la ventana. 

 

— ¿Vos la estuviste viendo? – preguntó Edgardo 

— Si, cada tanto. Para lo básico. Vos hace un montón que nada, ¿no? 

— No, la verdad que no. La última vez fue para lo del tío. 

— Si, cierto – contestó Raúl mirando por la ventana. 

 

Se hizo un breve silencio. 

 

— ¿Estás con el auto? 

— Si, lo estacioné a tres o cuatro cuadras. Es un infierno este lugar. 

— ¿Anda lindo? 

Uff – dijo Edgardo mientras cerraba los ojos y llevaba levemente su cabeza hacia atrás y volvía – una pinturita. A Ford no hay con qué darle.  

 

Se abrió nuevamente el ascensor. De él bajó una mujer de unos sesenta años, contextura media, baja estatura y tez trigueña. Tenía un pañuelo en la mano que usaba para secar sus ojos. Se acercó al mostrador y habló con la recepcionista la cual llamó brevemente por teléfono y le pidió que tomara asiento.  

 

Edgardo, Raúl y la mujer del cigarrillo vieron la secuencia y se acercaron simultáneamente.  

 

— Y ¿qué haces vos acá? – dijo la mujer con una mueca en la cara. 

— Me pidió la señora. 

Mirá vos. Bueno, ya que te tengo acá, te voy a pedir que en cuanto puedas te mudes y me devuelvas la llave. Procurá que sea antes del sábado por favor, porque hay cosas para hacer. 

— Ya saqué todo, señora Marcela, pero me pidió la señora que yo les pidiera la llave a ustedes. 

— ¿Cómo? – dijo Raúl con el ceño fruncido y una ceja levantada. 

— Que me pidió la señora que les pidiera la llave de la casa. 

 

Se hizo un silencio. Por primera vez Marcela se sacó los lentes y miró a los dos hombres. Los tres se pedían explicaciones en silencio, pero el primero en hablar fue Raúl. 

 

— ¿Me querés explicar qué estás diciendo, Mirna? 

 

Mirna sacó un monedero de la cartera del cual sacó a su vez un pequeño papel blanco doblado en cuatro. Marcela se lo sacó bruscamente de la mano y lo abrió.  

 

— ¿Qué es esto? – decía mientras agitaba el papel. Edgardo se lo pidió y encontró un escrito en una cursiva amplia que decía «Nunca quisieron vivir acá. Les encontré la solución. Mamá.» 

 

Ahora era Edgardo el que preguntaba qué significaba ese papel. 

 

— La señora vendió la casa hace un año y me pidió que, si se iba, les pidiera las llaves porque hay que entregarla. 

 

Otra vez silencio. Raúl y Marcela miraban a Edgardo y a Mirna alternadamente 

 

 — Pero ¡qué vieja de mierda! – dijo Marcela y empezó a revolver en su cartera. 

— Pero pará – dijo Raúl mirando fijamente a Mirna – y ¿qué hizo con la plata? Yo la acompaño a cobrar y ahí no tiene nada. 

— La quemó. 

— ¿Cómo que la quemó? – gritó Raúl mientras se agarraba la cabeza. 

— Vos me estás jodiendo – dijo Edgardo - ¿cómo la dejaste hacer eso? 

— ¿Qué hizo qué? – gritó Marcela desde la ventana mientras tiraba el cigarrillo al piso de la recepción y se acercaba al grupo rápidamente 

— Pero ¿cómo que la quemó? – volvió a gritar Raúl mientras agarraba a Mirna de un brazo. 

Me dijo que la metiera en un tacho, le tiró alcohol y la quemó. Me dijo la señora que si se iba les mostrara el papel y que les pidiera las llaves – dijo Mirna con lágrimas en los ojos. 

— Pero ¿por qué no me llamaste, pelotuda? – le gritó Edgardo dando una vuelta sobre sí mismo y agarrándose la cabeza. 

 

Se volvió a abrir el ascensor de donde bajó un oficial de policía que se quedó parado junto a la puerta y dos personas con uniforme de seguridad que les preguntaron cuál era el inconveniente con la señora. 

 

— El inconveniente es que esta tarada prendió fuego una casa en el bajo de San Isidro – gritó Marcela al personal de seguridad mientras ponía un cigarrillo en su boca y agitaba un encendedor. 

— Van a tener que acompañarnos – dijeron e inmediatamente el oficial que hasta el momento aguardaba quieto se acercó. 

 

Entre gritos y algunos forcejeos con Marcela, bajaron todos por el ascensor mientras miraban atentos todos en la sala de espera. Una de las recepcionistas le acercó un vaso con agua a Mirna que se había sentado en uno de los bancos que se acomodaban en fila contra la pared y alisaba mecánicamente la falda de su vestido. 

 

El médico de barba rala se acercó. 

 

— ¿Señora Mirna? – preguntó – La señora Esther me pidió que le agradeciera y que esto se lo diera a usted – y le entregó una bolsa plástica. Mirna la agarró y la abrió. Adentro había un par de pantuflas, un reloj de pulsera dorado con correa de cuero negra y una foto en la que se veía a Mirna sonriendo junto a una mujer canosa de ojos celestes que la abrazaba. 

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