Doce años después

Abrí la puerta y las bisagras chillaron. Adentro estaba todo en el mismo lugar que el último día que entré. Miré las ventanas, la biblioteca, los libros llenos de polvo, el escritorio. Descorrí las cortinas y abrí las ventanas para que entrara aire fresco y, sobre todo, para que salieran los años. Probé la lámpara y todavía funcionaba. Me senté en el escritorio lleno de polvo, lo revisé despacio y me detuve en un cuaderno de tapa marrón que abrí con cuidado. Me encontré con varios textos que escribí más de diez años atrás y los fui leyendo de a poco. Mi estilo era distinto y mis preocupaciones eran las de un adolescente. Arranqué la mayoría de las páginas y dejé solo tres. La primera, porque fue la piedra fundacional del cuaderno; la segunda, porque incluso con ese estilo que hoy no elegiría, me gustó la historia; y la tercera, porque no recuerdo haberla escrito y, a veces, era mi mejor amigo quien escribía en el cuaderno y no me animé a tirar un texto que pudiera ser suyo.

Al costado del cuaderno había una pluma estilográfica bordó. La miré por un segundo. Era de un bordó brillante con detalles en dorado y era lo único en la habitación que no tenía polvo. La destapé, fui a la primera página en blanco del cuaderno y en una esquina garabateé algunas líneas para comprobar que tuviera tinta. Tenía.  Miré la hoja y dudé, pero finalmente escribí, doce años después, este pequeño texto.

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