El paseador de perros chuecos

Por el barrio de Saavedra, uno puede encontrar a Aitor, un vasco de unos sesenta y largos años que pasea perros desde que Saavedra tiene memoria. Aun así, lo más probable es que al mencionar su nombre, pocos lo ubiquen, y esto es porque en el barrio, casi todos lo conocen como “el paseador”. Hay una cierta entonación en la voz cuando uno lo dice, muy particular y tácita, que es lo que hace que alcance para diferenciarlo de cualquier otro paseador. Nadie te enseña a decirlo, nadie más que el barrio y el tiempo.

Como decía, Aitor está hace tanto tiempo en la zona que parece que estuviera suspendido en él. Hoy su pelo es considerablemente más canoso que cuando llegó, pero lo sigue usando largo y atado en una cola de caballo. La barba, que sí es nueva, hace juego en una mezcla de plateado y blanco y es raro verla desprolija. Por lo demás, se mantiene flaco, sonriente y callado. En invierno se lo puede ver con jean y unas zapatillas que dejaron de venderse muchos años atrás cuando cerró la fábrica de Chascomús. En verano, bermudas y siempre las mismas sandalias de cuero que muy probablemente hayan sido parte de alguna herencia. Pero lo más importante, siempre fue la mochila.

Aitor tenía una manada fija de seis perros que pasaba a buscar a primera hora de cada miércoles. Llegaron a ser siete, pero después del incidente de Oso, un labrador albino que tenía que andar siempre por la sombra porque la luz le lastimaba la vista, decidió que seis era lo máximo que podía controlar.  

Pasaba a buscar primero a Lucrecia, una mestiza que nació con una malformación congénita que impidió que se desarrollaran sus patas traseras. Atrás llevaba dos pequeños esbozos de miembros colgando de una especie de silla de ruedas que el mismo dueño le había fabricado con tubos de pvc. Lo importante era atar fuerte la estructura porque Lucrecia era todavía una adulta joven que disfrutaba correr como si fuera un galgo de carrera.

Cerca de Lucrecia vivía Toto, un cocker dorado de seis años que había desarrollado párkinson. Todo empezó alrededor de los dos años y medio y fue avanzando gradualmente.  Y, si bien tenía días en los que los paseos se hacían imposibles, solía tolerarlos bien.

En tercer lugar, buscaban a Luna. Luna era un caso particular que ningún veterinario había logrado explicar por el momento. Si bien para un caniche era cosa común el pasar tiempo sobre la falda de su dueño, o lamerse como haría cualquier perro, la señora Puccio empezó a notar ciertos patrones de conducta inusuales a medida que su caniche crecía. Para empezar, no era raro encontrarla sobre la mesada o la heladera, insistía en hacer sus necesidades en la maceta del malvón y se divertía, casi siempre entre las tres y las cuatro de la mañana, pegándole en la cara a su dueña con la pata para luego salir corriendo. La señora Puccio intentó con distintos veterinarios, etólogos y hasta hipnotistas caninos sin ningún resultado hasta que dio con Aitor. No es que Luna hubiera dado un vuelco, pero por lo menos había vuelto a ladrar.

Luego de pasar por Luna, la velocidad del recorrido empezaba a disminuir. En cuarto lugar, pasaban a buscar a Salchipata que era, a pesar de lo tragicómico del nombre, un perro salchicha con tres patas. La cuarta la perdió de cachorro en patas de un pitbull de mal carácter y un dueño de cincuenta y cuatro kilos cuya opinión no tenía ningún tipo de peso para su perro. Aun así, Salchipata era alegre y animado, incluso cuando caía de bruces al piso; lo cual no es infrecuente cuando se tiene solo una pata delantera.

Desde ahí, caminaban unas dos cuadras al ritmo de los saltitos de Salchi hasta llegar a la casa de Murdock, a quien le pasaba el mando. Murdock era un boxer que había perdido la vista repentinamente por una degeneración de la retina hacía no tanto tiempo. Se había ido adaptando bastante bien a la situación y cuando caminaba en manada iba en el medio del grupo para poder guiarse con sus compañeros, pero aún avanzaba inseguro.

Por último, la manada pasaba a buscar a Matu. Aitor era su paseador desde que Matu pudo salir a la calle cuando era solo un cachorro. Hijo de una pastora alemán pura sangre y el perro mestizo del vecino que se metía entre las rejas, Matu tenía el porte de su madre, las orejas de su padre y un hocico a medio camino. O por lo menos, había tenido el porte, porque ahora con veinticuatro años y artrosis de columna, se paraba como podía. Sin embargo, la dueña le contaba a Aitor con orgullo que siempre que él estaba por llegar, Matu se paraba con tiempo de su almohadón, iba lentamente y con pequeños pasos hacia la puerta y se quedaba con su hocico a cinco centímetros moviendo una cola que ya no tenía fuerzas para levantarse, pero que iba de un lado a otro como un péndulo.

Toda esta secuencia se repetía el segundo miércoles de cada mes, y octubre no fue la excepción.

Aitor tocó el timbre de la casa de Lucrecia e inmediatamente empezaron a escucharse ladridos agudos acercándose a la puerta. Lucrecia empezó a rascar y su dueña le gritaba que parara mientras abría. La perra intentó salir antes de abrir del todo y una de las ruedas le quedó enganchada con la puerta. Mientras la desenganchaban, Aitor se acomodaba la mochila mochilera que sobresalía por encima de su cabeza. Podían verse colgando platos de agua, jarros de aluminio, unas sogas y pretales. Se la descolgó para acomodar mejor el interior; sacó algunas bolsas de comida balanceada, dos pelotas de tenis y una lata de aceite para bicicletas; dobló una tela negra que estaba desacomodada y la juntó con unas varillas de aluminio; volvió a meter todo en la mochila, enganchó la correa de Lucrecia a su cinturón de paseador, le rascó la cabeza y se despidió de la dueña mientras la perra, en su intento por saltar, solo conseguía salir rodando hacia atrás.

Toto parecía tener un buen día. Salió moviéndole la cola a su compañera mientras intercambiaban las olfateadas de siempre, aunque cada tanto se tropezaba con una de las ruedas.

Tocaron el timbre del 2do A y se alejaron hasta el cordón de la vereda. Al balcón se asomó una señora regordeta de pelo pajizo y entrecano que saludó con la mano desde atrás de la red plástica, e inmediatamente volvió a entrar. Apareció a los pocos minutos en la puerta con Luna agarrada por un diminuto collar rosa. Cuando Toto se acercó a oler, Luna saltó hacia atrás y le pegó con ambas patas en el hocico tras lo cual el cocker sencillamente movió la cola y se dio media vuelta.

Llegando a la calle Conesa, se escuchaba una mezcla de ladridos agudos enajenados y gritos de mujer. Cuando la manda dobló, se encontró a Salchipata tratando de sacar la cabeza entre las rejas del portón para contarle a un mastín napolitano lo que pensaba acerca de los perros de su tamaño mientras éste lo miraba desconcertado. La dueña de Salchipata lo alzó en brazos para que se tranquilizara, cosa que no hizo hasta que Hércules desapareció, y cuando levantó la vista, vio a Aitor acercándose, señaló a su perro con un gesto de la cabeza, abrió grandes los ojos y los roló hacia atrás. Aitor rió, le dijo «calma, fiera» y lo ató a su cinturón. Luna lo miró y continuó lamiéndose las patas.

Poco a poco, se acercaron a lo de Murdock que estaba acostado al sol en el jardín delantero de su casa dándole la espalda a la entrada. A un metro y medio del timbre, la manada, salvo Luna, empezó a ladrar; Murdock se levantó de un salto y se quedó inmóvil apuntando la cabeza a la pared. Aitor empezó a dar pequeños golpes a la reja con una llave que hicieron que Murdock comenzara a mover sus orejas y, de a poco, dar pequeños pasos en esa dirección. Sin que pudiera avanzar mucho, salió uno de los dueños con la correa en la mano, la agarró al pretal y comenzó a guiarlo a la puerta. Aitor lo acomodó en el medio del grupo, entre Toto y Salchipata, le dijo algo al oído, le rascó el lomo y comenzaron a caminar de a poco.

Cuando llegaron a lo de Matu, ató a la manada a un árbol y tocó el timbre. Esperó unos minutos sin que nadie contestara y volvió a tocar. Esta vez contestó una mujer con voz temblorosa.

«Hoy no está bien» le dijo, «está caído». Aitor se agachó y le acarició la oreja despacio. Matu cerró los ojos y agachó levemente la cabeza, después levantó su hocico hacia la cara de Aitor y lo lamió una vez. Le preguntó si tenía ganas de pasear y la cola comenzó a pendular; volvió a rascarlo suave en las orejas, le puso el collar y lo llevó hacia la manada en donde Toto movía la cola y Lucrecia rodaba hacia atrás con cada salto. Lo acomodó entre Murdock y Toto y empezaron a caminar muy despacio hacia la plaza.

Matu daba un paso y seguía una pausa antes del siguiente; Murdock llevaba su cabeza pegada a las ancas de Matu e imitaba sus movimientos; Lucrecia los seguía emocionada con la vista, daba unos pasitos y esperaba a que siguieran avanzando; Salchipata seguía caminando a pequeños saltos, pero se lo veía más cómodo a este ritmo; Toto, que había empezado la mañana sin inconvenientes, cursaba una de sus crisis habituales en las que daba unos pasos rápidos, se quedaba quieto unos segundos y volvía a dar otra serie de pasos; Luna caminaba hasta quedar a la par o ligeramente adelantada a Aitor y se sentaba a esperar al resto de la manada lamiéndose las patas. Cada tanto, una de las ruedas de Lucrecia pasaba sobre la pata de alguno de los otros perros, o Murdock tropezaba y se quedaba paralizado y eso alborotaba la manada, pero Aitor se detenía y acariciaba a los perros uno a uno hasta que se tranquilizaban antes de retomar el paseo. Aprovechaba esos momentos para sacar varios platos de la mochila y servirles algo de agua.

Llegaron a la plaza junto a la estación Coghlan del tren Mitre, un espacio verde rodeado de edificios al que se accede por una calle sin salida al tránsito, de árboles altos y copas frondosas que dan sombra. Se veía solo un par de abuelos con su nieto en la plaza gemela del otro lado de las vías. El canil estaba cerrado por reformas y el siguiente punto verde estaba muy lejos para la manada así que Aitor los soltó, se sacó la mochila que apoyó en un banco y empezó a revolver. Se aseguró de atar a Murdock y Toto entre ellos con una correa por sus pretales y mientras los perros se alejaban, Aitor sacaba sogas, alambre, una pinza, los platos de agua que puso en fila junto al banco, y el mediasombra junto a las varillas de aluminio.

Matu se había acostado junto a él. Cuando lo notó, se agachó, le acarició suavemente la oreja y le dio una golosina para perros que no comió. Volvió a acariciarle una oreja, le acercó un plato de agua y siguió revolviendo la mochila.

Lejos, Lucrecia y Salchipata corrían a los tumbos y Toto y Murdock estaban inmóviles frente a un cantero sin plantas. Aitor tomó con ambas manos todo lo que había sacado de la mochila y se acercó a uno de los árboles. Empezó a agarrar un alambre alrededor de una de las ramas, a donde ató dos extremos de soga. Hizo lo mismo con un segundo árbol y el poste de un farol y de a poco empezó a instalar el mediasombra para la manada mientras vigilaba que todos sus integrantes estuvieran cerca. Cada tanto tenía que desenganchar a Murdock y Toto de algún arbusto o enderezar a Lucrecia, pero terminó rápido. Matu lo miraba desde al lado del banco, con una cola que ahora intentaba moverse, y se acercó a acariciarle la cabeza. «¿Qué pasa hoy, cachorro?» dijo y le ofreció el plato con agua sin éxito. «¿Estás más fresco ahora?» Sonrió. Aitor lo llamaba así desde su primer paseo, Matu lo lamió una vez en la mano, resopló y se echó de costado, a lo que respondió rascándole la panza. La oreja derecha era una pirámide trunca, regalo de Oso para el décimo cumpleaños de Matu. Le apoyó la mano en el lomo y seguía lentamente su respiración.

Empezó a escuchar ladridos y gritos desde la otra punta de la plaza. Cuando levantó la vista, vio a Toto sin pretal con el hocico pegado a la pared, dando pequeños pasos que no lo llevaban a ningún lado y quedó sin aliento antes de mirar hacia el lugar de donde venían los gritos. A unos cincuenta metros, Luna arqueaba el lomo a un pitbull gris enorme que ladraba y daba vueltas en círculos mientras una mujer de unos cuarenta años gritaba algo incomprensible tratando de agarrarlo. Colgado al perro, Aitor vio a Salchipata que volaba de un lado al otro sin soltarle la cola que tenía firme entre los dientes. Salió corriendo, pero tropezó a mitad de camino y cayó al suelo de boca. Miró hacia sus pies y encontró la silla de ruedas de Lucrecia. Volteó hacia todos lados con los ojos desencajados, pero no distinguía nada a la distancia. No había señales de Lucrecia ni de sus anteojos. «¡Soltalo!» escuchó decir a la mujer mientras agarraba a Salchipata con las dos manos y volvió a correr hacia ellos. Agarró un brazo de la señora con una mano y a Salchi, que no parecía querer ceder, con la otra. Le apretó una oreja y finalmente, abrió la boca.

Con el salchicha en brazos, empezó a buscar sus anteojos. Los encontró rápido, pero por desgracia lo hizo con la suela de su sandalia. Escuchó el vidrio quebrarse y automáticamente cerró los ojos rogando lo que sabía imposible, después los levantó y se los puso. El lente izquierdo estaba partido, pero se mantenía en una pieza.

Luna seguía con el lomo arqueado ladrándole al pitbull que ahora, sin Salchipata colgado de su cola, la miraba quieto y algo desconcertado. Aitor intentó llamarla, pero Luna siguió en su postura. Empezó a acercarse para agarrarla, despacio, sin que el pitbull se alterara. Todavía tenía a Salchipata bajo el brazo que, al quedar a la altura del perro, empezó a ladrarle desaforadamente sin importar que ahora éste le mostrara los dientes. «¡Basta, bubito! ¡vamos!» le gritaba la señora, pero el pitbull seguía gruñendo. Ahora Aitor tenía a Luna bajo el brazo derecho y a Salchipata bajo el izquierdo, ambos ladrándole a un perro que podría haberse comido a los tres de un bocado y que ahora avanzaba lentamente hacia ellos aun mostrando los dientes.  

Los arbustos que estaban junto a ellos empezaron a moverse y eso captó la atención de todos. De entre las ramas apareció Lucrecia corriendo con sus dos patas delanteras y arrastrando el resto de su cuerpo. Fue directo hacia el pitbull, que la miraba atento, y empezó a moverle la cola. «¡Vamos, bubito!» volvió a insistir la señora mientras tiraba de la correa de su perro que esta vez se dejó mandonear. Aitor los vio alejarse mientras sostenía a Luna y Salchipata, uno bajo cada brazo, y Lucrecia hacía un medio salto a sus pies.

Fue rápido hacia su mochila, sacó dos correas de repuesto y ató a los perros que tenía encima al banco junto al cual Matu seguía echado. Volvió a buscar la silla de ruedas de Lucrecia que seguía tirada en el pasto mientras ella lo corría a saltos, la ató de nuevo y la agarró con la correa al mismo banco que los otros dos. Toto seguía dando pasos que lo mantenían con la cabeza contra la pared así que fue hacia él y empujó su hocico de costado gentilmente hasta orientarlo hacia el banco. Cuando estuvo cerca, le puso un collar de los de repuesto que siempre llevaba en la mochila y lo ató junto a los demás. Solo faltaba Murdock. Buscó en todas direcciones con la mirada y no lo encontró. Volvió a mirar a la manada. Se agachó, acarició a Matu que lo miraba acostado en el suelo y le dijo «Cuidalos, cachorro. Ya vengo, todavía nos falta uno».  

Recorrió la plaza de punta a punta sin suerte. Había solo dos salidas, el lugar por donde habían entrado y un pasillo largo que recorría el lateral de la vía y salía a la calle Rivera. Fue hasta allá y no vio nada. Le preguntó a un hombre que dormía en un banco de plaza justo al lado del pasillo si había visto pasar a un bóxer caminando solo y éste le contestó que no. Volvió sobre sus pasos, lo único que le quedaba era el puente peatonal que cruzaba sobre la estación de un lado a otro, pero no se imaginaba como Murdock hubiera podido subir solo cuando incluso caminar le generaba inseguridad. Sin embargo, no había otra opción. Buscó con la mirada a Murdock en la plaza de la estación contraria, pero no lo encontró y aún quedaban muchas zonas fuera de la vista, así que fue rápido hacia el puente. Estaba empezando a impacientarse. Pensaba en Murdock temblando perdido y solo y se le hacía un nudo en el estómago. Cada tanto miraba hacia donde estaba la manada, que a veces quedaba oculta por árboles u otras estructuras según desde donde los mirara, y que ahora lo seguían a él con la mirada. Subió rápido las escaleras metálicas y cuando estaba a medio cruzar, escuchó un ladrido cansado pero fuerte, e inmediatamente después, los ladridos del resto de la manada. Volteó y vio a lo lejos a todos sus perros ladrándole a las vías del tren en donde vio a Murdock. Tenía aún su pretal y la correa atada al pretal de Toto en el otro extremo. Parecía querer moverse, pero sin poder avanzar. Supuso que estaría enganchado en algún lado y empezó a correr cuando la manada empezó a ladrar descontroladamente. Vio venir un tren desde la derecha y empezó a gritar «¡saquen a mi perro de las vías!» mientras bajaba las escaleras a toda velocidad. Una de sus sandalias se enganchó en un escalón, tropezó y rodó seis o siete escalones hacia abajo tras lo cual golpeó la cabeza contra la baranda. Intentó pararse de un salto y volvió a caer. El mundo le giraba en la cabeza. Sentir nuevamente el ruido del tren hizo que olvidara el mareo de forma instantánea y siguió gritando por Murdock mientras corría con toda la velocidad que le permitían sus piernas y sus años. Finalmente llegó a la estación y en el apuro intentó seguir de largo por un molinete que no iba a ceder sin cobrar el boleto. El golpe brusco a la altura de su cadera lo hizo girar sobre sí mismo y caer de boca en el piso con las piernas sobre la cabeza. Sintió un dolor punzante en la cintura que le bajó por la parte de atrás de las piernas hasta la planta de los pies como si fuera una descarga eléctrica. Se levantó como pudo y corrió al andén.

El tren entraba en la estación pisando en los rieles sobre una correa verde que tenía un pretal atado en la punta. El tiempo se detuvo. Sólo podía sentir su corazón latiendo fuerte al ritmo del tren. Se dejó caer de rodillas y empezó a llorar. Tapó su cara con ambas manos y lloró en silencio mientras sentía las lágrimas escurrirse por debajo. Una señora a su lado lo miraba y le puso una mano en el hombro preguntándole si estaba bien. Aitor se encorvó sobre sus rodillas apoyando las manos y la frente en el suelo sin dejar de llorar.

En un extremo del andén se escuchó un revuelo de gente. Alguien le gritaba al maquinista que no arrancara mientras tres o cuatro personas le hablaban al hueco que siempre queda entre el tren y el andén. Una chica de unos veinte años salió corriendo hacia la punta de la estación, donde ya no había más formaciones, saltó a las vías y entró gateando por debajo. El maquinista se asomaba desde la locomotora mirando la situación. Un policía de consigna que se había acercado al tumulto, ahora metía la mano en la brecha y la hundía hasta el hombro. Se quedó así, como succionado por las vías que corrían debajo. Aitor observaba la escena desde el piso, ahora de rodillas, sin poder decir nada y apenas respirar. La gente empezó a vitorear, algunos aplaudieron, el policía sacó su brazo lentamente y empezaron todos a caminar hacia la derecha observando el espacio entre el tren y la estación. Lento. Llegaron al final de la formación, un hombre de camisa tiró el maletín al suelo y saltó a las vías de donde Aitor vio asomarse a la chica que había saltado unos segundos antes. Entre los dos, subieron al andén a Murdock que temblaba intensamente. Algunas personas empezaron a acariciarlo para que se tranquilizara, otras a preguntar por el dueño y a mirar en todas direcciones, el policía se agachó a mirar la chapa identificatoria en su collar y la mujer que no se había movido del lado de Aitor le preguntó si el perro era suyo. La miró y asintió con la cabeza. Sentía la boca extremadamente seca y le costó mover la lengua y tragar. Sentía el corazón latir ahora más fuerte que antes. Las manos le temblaban. De repente volvió el dolor en su cintura y sintió el agotamiento de sus piernas.

«¡Es suyo!» dijo la mujer.

El policía se empezó a acercar con Murdock en brazos y lo dejó a su lado. Aitor lo abrazó y lloró durante minutos.

Cuando pudo reincorporarse, lo cargó hasta donde estaba el resto de la manada y buscó una correa de repuesto. Las manos le seguían temblando. Se sentó en el piso con la espalda apoyada en el banco de plaza, acarició a Matu entre las orejas y cerró los ojos. «Gracias, cachorro, ahora sí estamos todos» le dijo y se quedó así por un rato.

Ató a todos los perros, se puso la mochila e intentó avanzar, pero Murdock seguía tiritando y ahora hacía fuerza con sus patas clavándose al piso cuando Aitor tiraba de la correa. Se agachó y lo besó en la cabeza. «Estás en todo tu derecho» le dijo y vació todo el contenido de su mochila en el banco. Sacó botellas de agua, comida balanceada, correas, pelotas, dos pares de medias e innumerables bolsas plásticas. Una vez vacía, metió a Murdock sentado adentro, improvisó un pretal con una soga e hizo unos nudos en los tirantes y el asa superior. Se colgó la mochila, puso primero en una rodilla arriba y con una mano en su cintura y la otra en el banco, se paró.

«¿Están listos?» dijo «Vamos» y la manada comenzó a caminar.

Durante la vuelta, nadie tiró de su correa, nadie ladró ni saltó tampoco. Murdock llevaba una pata en cada hombro y a medio camino apoyó su cabeza sobre el derecho.

Repartió a los perros en sus hogares, pero esta vez, y a diferencia de lo habitual, dejó a Matu para el final. Cuando llegaron a la puerta de su casa, se agachó, le rascó la cabeza y lo besó en el hocico. Matu levantó lentamente la cola que fue una vez hacia la derecha y otra hacia la izquierda antes de volver a caer. Aitor se acercó aún más y le dijo al oído:

— Yo también, cachorro, pero ya estamos viejos. Nuestro paseo terminó.

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