El que guarda siempre tiene
Mi abuela guardaba todo porque «el que guarda siempre tiene», el leitmotiv de su vida. En ese entonces, yo vivía en un ph primer piso por escalera con entrada independiente, que era idéntico al de mi abuela, que estaba en pb y construido directamente debajo del mío o, en realidad, viceversa. Era frecuente recurrir a mi abuela cuando nos faltaba algo para el colegio como a absolutamente a todo niño, que se digne de ser niño, le falta el domingo a la tarde. Recuerdo un día, un domingo por supuesto, en el que le dije a mi vieja a las siete de la tarde que necesitaba un gancho mariposa para hacer un reloj de cartón para el lunes. «Lunes es mañana» me dijo con una mirada asesina que también recuerdo. «¿De dónde querés que saque un gancho mariposa un domingo a esta hora?» «Que no lleve nada» decía mi viejo y empezaba la discusión de siempre casi como si estuviera cronometrada. «¿Cómo no va a llevar nada?» «Bueno, salimos a buscar» «La verdad que no deberías llevar nada» «Y bueno, que no lleve» «pero después la que tiene que hacer los trabajos soy yo» «Busquemos entonces» y así, después de un rato de confusión de no saber si debía sentir la desolación de ser el único que no llevara el gancho mariposa o el yugo de haber hecho a mi vieja salir a buscar una librería abierta en congreso un domingo antes de empezar a preparar la cena, llegábamos a mi abuela. «Le pregunto a mi mamá» decía mi viejo y bajábamos a tocarle el timbre. Ese día tuvo el gancho mariposa que finalmente no usé porque era para el lunes siguiente. Ese lunes, como corresponde, tocó una segunda mirada asesina de mi vieja.
El proceso de ver buscar a mi
abuela lo que fuera que le pidiéramos era emocionante desde el principio. Primero,
te escuchaba con los lentes en la punta de la nariz y se tomaba un segundo para
convertirse en una mezcla de bibliotecaria y super computadora. Revisaba en sus
archivos mentales dónde tenía los artículos de librería, los insumos de
costura, las herramientas, los recortes de diario, todo en orden alfabético.
Cuando encontraba lo que necesitaba, disimulaba una sonrisa de victoria y
preguntaba al aire «¿A ver si tiene la abu?». Ahí había que seguirla. A veces
buscaba la escalera para alcanzar el estante alto del placard del living, a
veces íbamos hasta la habitación del teléfono a revisar el armario con más olor
a naftalina del cono sur y a veces me hacía sacar un cajón larguísimo de debajo
de la cama que había sido de mi viejo. El proceso finalizaba cuando te daba lo
que fuera que uno hubiera ido a buscar. «¿Viste? El que guarda siempre tiene»
decía y te mandaba a casa con una pastafrola que había comprado por si alguien
pasaba a tomar el té.
Mi abuela estaba realmente
orgullosa de no fallar casi nunca en su tarea de depósito multi rubro, pero
había dos cosas que, sobre todo, la hacían vanagloriarse de eso. Una era la
colección de regalos inespecíficos. Que era justamente eso, un cúmulo de cosas
dividido en dos grupos, de hombre y de mujer, como la moral de la época marcaba,
y del precio justo para el regalo de compromiso que iba comprando y guardando
en caso de que un cumpleaños u otro evento la tomara por sorpresa. Kits de
manicuría, una corbata, un set de escritorio, alguna colonia, un abanico con
motivos japoneses y etcétera. Incluso había algún que otro juguete o muñeca por
si el evento era infantil. Nada se le escapaba. Lo segundo, que yo creo era lo
que más la enorgullecía y que definitivamente era lo que a mí más me
maravillaba, era lo que no tenía sentido tener. Nunca conocí el tamaño de su
colección de cosas-guardadas-por-el-simple-placer-de-guardarlas, pero puedo
nombrar las que quedaron en mi memoria: los dientes de leche de mi viejo,
absolutamente todos los dientes, incluso el que se tragó en primer grado y
jamás nadie preguntó por qué estaba ahí; el mercurio que alguna vez había estado
en un termómetro y que ahora vivía en una pequeña caja de plástico blanca de un
anillo o una cadenita; un sobre con el cordón umbilical, un mechón de pelo y
las primeras uñas cortadas de mi tía; una bujía nuevita de Ford T, el primer
auto que habían tenido con mi abuelo; y por último, media docena de balas de un
Fal belga.
Mi viejo, como era esperable,
salió un poco así. En su taller uno encuentra la mecha o el tornillo o el pedazo
de madera que necesite. Encuentra, si necesita, pedazos de caucho, soga plana y
redonda, hierros tubo, llave inglesa, francesa y alemana; encuentra rulemanes,
caños de plomo o de pvc, cable bifásico o trifásico, e incluso hay un tramo de
quincuaquefásico en la caja que está al lado del termotanque viejo. También
puede encontrar un juego de living comedor entero en la terraza, casi todas las
páginas amarillas de mil nueve noventa y cuatro hasta mil nueve noventa y nueve
y veintidós escobillones de varios tamaños distribuidos entre el lavadero y el
balcón.
Mi novia dice que, así como mi
abuela, mi papá tiene síndrome de Diógenes. Yo le digo que sí, que puede ser,
que seguramente. Porque el que guarda siempre tiene.
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