Silencio

Pocos silencios son tan duros como el llega después de que se va una mascota, porque no es un silencio de paz, es un silencio filoso, pesado, que te ahueca el corazón con cada eco que no debería haber existido nunca. Incluso cuando el perro, o el gato si usted prefiere, está durmiendo, sin roncar ni moverse, absorbe el silencio, o más bien lo transforma, ahora sí, en un silencio de paz. Porque ya no existe el vacío, algo en esa presencia llena el aire. Unas patitas, una mínima respiración o el ruido de unos dientes contra una pelota de tenis destruida por los años pero que no tiramos porque sigue siendo el juguete favorito de ese maravilloso  concubino peludo alcanza para ponerle una perimetral a la soledad.

Ahora bien, cuando le toca partir, se lleva con él todo ese poder de exorcismo y a nosotros no nos queda más que la nada, la gigantesca nada, instalada, atornillada, en el living, en la cocina, en el baño o en todo si es un monoambiente, e incluso también si no lo es. Ni hablemos si fuimos nosotros los que decidimos que había llegado la hora de que partiera. No importa si la mascota tenía un cáncer metastásico o convulsiones diarias o un dolor insoportable que no le permitía pararse, no importa si la muerte era el único alivio posible y uno se lo repite hasta el cansancio para convencerse que lo que decidió fue lo más humanitario que podría haber decidido y que fue un acto de amor, no importa, no hay forma de no sentirse un verdugo. Un verdugo que le cortó la cabeza a alguien que, de no ser así, hubiera muerto de forma lenta y dolorosa, pero un verdugo que al fin de cuentas cortó una cabeza y ahora no deja de oír, en el silencio, el sonido de la cabeza golpeando contra el fondo de la canasta.

Ese silencio punzante, opresivo, perforante no se apaga si se enciende la tele sino que sigue sonando de fondo. Es el único silencio que persiste aunque los parlantes estallen, porque ese silencio no se oye, se siente. Como me pasa a mí ahora, que lo siento, aunque no viva conmigo, aunque se haya quedado en la casa de mis viejos, aunque sea el resultado de la decisión más humanitaria. Lo siento en el pecho. No sé cómo apagarlo y tampoco sé si quiero hacerlo. Lo que sí sé es que espero que haya un más allá al que hayas llegado a llenarlo de ruido y en el que un día, otra vez, nos encontremos.


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